Estaban sentados frente a
frente, ella con las piernas cruzadas y mirando hacia la nada y él siguiendo la
estela de una mota de polvo. La luz entraba, tibia, por el enorme ventanal de
la sala de estar. Él se había pasado gran parte de su vida buscando y
aprendiendo palabras nuevas con la esperanza de poder expresar libremente lo
que sintiera, sin tapujos. Con la firme creencia de que los matices pueden
hacer virar las conversaciones. Ella, con los años, se había dado cuenta de que
el significado literal de las palabras no existía en realidad, pues cada
persona guarda su subjetividad en las
mismas.
Él dijo cansancio, y ella entendió tedio.
Intentó preguntarle a qué tipo de cansancio se refería… Pero no hubo respuesta.
Ella siguió: usó desasosiego. Pero él
no había colocado esa palabra en su paleta emocional, así que por asociación
entendió ansiedad. Ella le explicó
que no era lo mismo, que el desasosiego comporta
cierta ansiedad pero no a la inversa. Que hay un vasto territorio de una
palabra a la otra y que el desasosiego viene dado por algo que no acabamos de
entender pero que nos afecta irremediablemente. Él no entendía que algo que no
pudiera ser tangible causara esa emoción… Así que habló de miedo. Ese es otro tema, ella dijo, aunque sí que sentía
miedo.
Hablaron de amor, en eso estaban de acuerdo, lo
sentían el uno por el otro. Pero ella quiso aclarar de qué amor estaban
hablando, porque hacía mucho que notaba ciertas diferencias. Él escogió, con
mucho cuidado, las palabras cariño, abrazo, arropar, escucha, comprensión y
libertad. Mientras que a ella le sonaron a cariño a secas. Amor, se dijo, es otra cosa. Le parecía que debía incluir
conceptos más importantes como comunicación, confianza,
sensualidad, risa y el verbo compartir. Analizó los andamiajes de la sintaxis,
el lenguaje no verbal y voló por las azoteas de lo que a ella le hubiera
gustado y necesitaba escuchar. Acto seguido, sintió vacío… Adiós y vacío, dijo,
son dos palabras que van de la mano. Y fue en ese momento, cuando se entendieron.
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